En el año 2013 viajé al Tibet donde visité el monte Kailash, una montaña sagrada tanto para hindúes, budistas y jainistas, como para seguidores de otras religiones menos conocidas del Tibet. Kailash es considerado como el hogar de Shiva, uno de los dioses que forman la trinidad hindú, y desde allí emergen cuatro ríos principales de Asia, incluyendo el Indo y una rama principal del Ganges.

Se eleva a más de 6.600 metros de altura por sobre el nivel del mar y su cumbre nunca ha sido escalada. El viaje hasta su base es, de por sí, una tarea ardua, y luego fuimos avanzando por etapas, para acostumbrarnos a la altura y a los extremos del frío y del viento.

La forma de vida de los tibetanos es muy simple desde el punto de vista occidental, sin embargo ellos irradian una satisfacción natural que es difícil de encontrar en los países desarrollados. Celebran su legado cultural viviendo en armonía con su entorno, encontrando abundancia y sustento en lugares que parecen baldíos al ojo del viajero. Da la impresión de que el afán de obtener cada vez más no existe en este lugar donde, en muchos aspectos, el tiempo parece haberse detenido.

Después de varios días hospedados en posadas remotas donde las condiciones se hacían más básicas conforme nos adentrábamos hacia lo alto de las montañas, llegamos a orillas del legendario lago Manasarovar, que yace a 4.600 metros sobre el nivel del mar, a los pies del monte Kailash. Es fácil entender por qué esta superficie vasta de quietud cristalina, cubierta en partes por una gruesa capa de hielo y rodeada de montañas nevadas, ha sido reverenciada desde hace miles de años: se considera que su superficie tranquila representa la quietud de una mente realizada.

Desde Manasarovar seguimos camino hasta los pies del monte Kailash, donde llegamos al comienzo de la “Kora”: la ruta de circunnavegación que atraviesa el valle formado por el círculo de cumbres más bajas, que rodean la montaña, como si fuesen los pétalos de un loto. Estamos a más de 5.000 metros de altura, la travesía ha sido dura, pero nos sentimos cautivados por la maravilla de la naturaleza en este reino etéreo de belleza silenciosa.

Es imposible absorber la magnificencia del monte Kailash sólo con los ojos. Uno se siente inspirado a cerrarlos y a llevar su perfección silenciosa a la profundidad del corazón, para unirse ahí con esta joya celestial. El viaje al monte Kailash representa la travesía más profunda que todos debemos emprender en nuestras vidas: el viaje de la cabeza al corazón, del miedo al amor, del sufrimiento a la gracia.

Muchas de nuestras religiones simbolizan esta jornada a través del peregrinaje: el Camino de Santiago en España, el Hajj musulmán a la Meca, el Muro de los Lamentos en Jerusalén. Pero la meta del peregrinaje no es llegar a un lugar físico, sino llegar a ver más allá de la fe, más allá de la filiación religiosa, más allá de cualquier cosa que nos separa, y encontrar el aspecto universal de nuestra naturaleza, que abraza todo dentro de su propio ser.

Articulo original tomado de Estrella Valpo