Cuando te abres a una nueva percepción de la vida, experimentas una forma de renacimiento: las reglas y razonamientos viejos ya no tienen cabida. Al igual que un recién nacido, tienes que aprender sobre las idas y venidas de este extraño mundo nuevo en el que te encuentras. En esta etapa es importante que te trates como lo harías con un recién nacido, dándote la gentil comprensión y el tiempo necesario para reinventarte.

¿Cómo se trata a un bebé? Con delicadeza, con cuidado, con atención. Cuando un niño aprende a caminar, ¿lo castigas si se cae? Por supuesto que no: lo consuelas para aligerar el golpe y amorosamente lo alientas a continuar. Lo felicitas por sus logros y te deleitas en su maravilla e inocencia. Igualmente, debes ser gentil contigo mismo mientras descubres nuevos aspectos y nuevas conductas. Surgirán nuevas emociones junto con maneras más espontáneas de expresarlas. Permite que se desenvuelvan naturalmente e intenta no juzgarlas.

Nuestra búsqueda de plenitud externa siempre es impulsada por la ilusión de una carencia interna. Lo que en realidad ansiamos es la presencia divina, la que siempre está ahí, colmándonos hasta completarnos. Cuando nos reencontramos con ella, dejamos de ver nuestros deseos externos como si fueran la pieza que faltaba al rompecabezas de nuestra felicidad.

Cualquiera que haya probado, aunque sea por un instante, la experiencia del amor-conciencia, no quiere nada más que tener esa experiencia siempre. Un solo momento en el que se perciba la perfección de lo que es —sin desear que las cosas sean distintas, sin esperar un futuro brillante y sin culpar al pasado por nuestra insatisfacción— nos proporciona un alivio tan maravilloso, calmando la letanía constante de nuestra mente desenfrenada, que naturalmente deseamos que ese momento dure para siempre. No obstante, estas experiencias suelen ser fugaces, por lo que no tardan en sumarse a nuestra colección de añoranzas y desengaños.

Pero estos momentos no tienen por qué ser fugaces. La experiencia no se detiene, simplemente la perdemos de vista al volver a distraernos con el mundo que nos rodea y con la infinidad de pensamientos que rondan nuestra mente. Si no miras al cielo, no verás la luna. De igual manera, si no miras hacia adentro, no lograrás ver tu ser. Pero si desarrollas el hábito de mantener tu atención dentro de ti en medio de la actividad de tu vida diaria, estarás siempre en contacto con tu ser.

Comenzarás a notar la existencia de un silencio siempre presente. No me refiero a un silencio mental —la mente puede seguir con su traviesa charlatanería––, estoy hablando del silencio que yace detrás de los pensamientos, un silencio que siempre está ahí. La clave consiste simplemente en parar de “hacer” durante el tiempo necesario para notarlo.

Aprovechemos este tiempo en que la vida nos da la oportunidad de estar en casa para estar más adentro, en nuestro corazón, cultivando lo que es natural, saludable, evolutivo: el silencio y la armonía que vibran en amor.